Dolor amplificado por los móviles
Recuerdo que un día llegué a clase con un abrigo que, por algún motivo que aún se me escapa, les llamó la atención. Y entonces empezó todo. En el recreo me acorralaron, escupiéndome insultos como quien reparte migajas de odio. Entre patadas y empujones acabé en el suelo con el codo roto. Cuando por fin pude salir de allí, me remataron el día destrozándome el abrigo a tirones.
Antes, las heridas eran menos visibles. Te llevabas a casa tu dolor, tu pena, tu paliza y tu miedo. La angustia de no querer volver a la escuela al día siguiente… pero ahí terminaba todo. Te quedabas a solas con tu mierda, porque nadie más estaba mirando. Ahora es distinto: el dolor se amplifica con móviles y redes. Un dolor que se expande, se engorda, se acumula y se recicla cada vez que alguien se conecta y te ve. Las redes convierten el sufrimiento en un eco infinito.
El acoso ya no es solo lo que pasa en el colegio: es lo que siguen diciendo en el grupo de WhatsApp, en los comentarios, en los mensajes que no paran. Un acoso que no se apaga.
¿Matarse ahora significa lo mismo que antes?
No lo sé. Cuando el sufrimiento se hace público, cuando la burla cruza fronteras físicas y digitales, quitarse la vida puede convertirse en el último escalón, la salida más “esperanzadora” para quienes están emocionalmente agotados. Y suelen ser precisamente los más sensibles, los que sienten demasiado.
Tal vez antes escondíamos el dolor tras puertas cerradas; hoy, ese dolor circula, se viraliza, se multiplica. Eso lo cambia todo. Y, para quien lo sufre, puede hacer que la idea de morir —de terminar con el tormento— adquiera un peso real.
No vengo a dar lecciones. Vengo a decir que duele mucho. A admitir que tuve miedo. Que hubo noches en las que la oscuridad me pareció la única tregua.
Porque no se trata de debilidades. Se trata de supervivencia. Y hay quienes luchan tan exhaustos que rendirse, simplemente, se convierte en una opción.
Artículo de @domingoterroba

